El complejo de Eróstrato:
por qué se cometen las mayores barbaridades sólo para ser famoso
Eduardo Brik, director de ITAD
Carlos Alvarado, Coordinador del área de Psicoterapia Sistémica en niños y adolescentes
Sandra Rodriguez, diseño web e investigación
Eduardo Brik, director de ITAD
Carlos Alvarado, Coordinador del área de Psicoterapia Sistémica en niños y adolescentes
Sandra Rodriguez, diseño web e investigación
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Un pastor de la Antigua Grecia quemó un templo sagrado únicamente para que su nombre se recordase. Como aquel pirómano, hay quien está dispuesto a todo por conseguir un ‘like’
El móvil de Sam se enciende en mitad de la noche. En la pantalla, tras un instante de desconcierto, reconoce la imagen de Chester, uno de sus alumnos del instituto. Está encaramado a lo alto de un edificio mientras mira fijamente a cámara. Junto a la foto, un escueto mensaje: «Así es como se ve la soledad». A sus pies, el vacío. De producirse una caída, se traduciría en una muerte segura.
-¿Por qué lo haces? -le pregunta al día siguiente Sam a Chester.
-Para sentirme vivo.
La secuencia puede verse en Generation, la serie de HBO que narra las vivencias de un grupo de chavales de Secundaria, pero su trasfondo es real. Tan real como los cientos de selfies arriesgados que hoy proliferan en las redes sociales. Aficionados al rooftopping -la peligrosa moda que consiste en inmortalizarse trepando por estructuras elevadas- ceden el testigo a nuevas ocurrencias y retos virales que, en más de una ocasión, han acabado en tragedia. Según el estudio Selfis: ¿una bendición o una perdición?, entre 2011 y 2017 se contabilizaron 259 muertes por culpa de los autorretratos. Más del 70% de los fallecidos eran hombres. Su media de edad apenas rozaba los 23 años.
Los psicólogos hablan del complejo de Eróstrato para referirse a un tipo de personalidad generalmente de escasa autoestima y con un deseo de fama tan intenso que quien lo experimenta es capaz de hacer cualquier cosa con tal de alcanzarla. ¿Quién fue Eróstrato? El pastor de la ciudad de Éfeso que en el 356 antes de Cristo incendió el templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo antiguo, con la única pretensión de pasar a la posteridad.
En efecto, lo consiguió. Pero también se ganó la prohibición -bajo pena de muerte- de que su nombre volviera a ser pronunciado por las generaciones futuras.
¿Qué empuja hoy a quienes, a su modo, y gracias a la tecnología, emulan a Eróstrato por un puñado (o miles) de likes? «Sin duda, saber que mucha gente les va a ver. Si nadie mirase, o si solo lo hiciesen los amigos que tienen en la vida real, no llegarían a esos extremos. Además, pueden ver en las redes sociales lo que hacen otros chavales del mundo. Esto les pone el listón más alto y les obliga a tener que superarlo», responde Inés.
Reconocer a la autora de estas declaraciones sólo con su nombre de pila sería imposible, así que recurramos a su álter ego.Inesmellaman llegó a sumar en YouTube 350.000 seguidores. Sus contenidos nada tenían que ver con arriesgadas puestas en escena ni conductas de riesgo. Al revés, concebía su canal como un espacio de contenido «variado y facilongo». Pero la popularidad se le atragantó en forma de ansiedad y en 2018 decidió desaparecer virtualmente. Desde entonces, asegura que ha reaprendido a sentir sin difundirlo. A vivir sin mostrarlo.
Inés forma parte de la primera generación de youtubers que vio crecer España. En un tiempo en el que el adjetivo famoso se reservaba a cantantes, actores o celebrities, llegó internet. Y, con él, la locura. «En mi época, empezabas a hacer vídeos en YouTube sin pensar que te fuera a ver nadie. Era más como una vía de escape, como si escribieses un diario», argumenta. «Sin embargo, con los años ibas creciendo y tenías que ir naturalizando aspectos como que gente que no conocías opinase sobre ti, te admirase, te exigiese cosas e, incluso, te quisiese. A día de hoy, sigo pensando que dejé YouTube y las redes sociales porque todo me sobrepasó. No teníamos referentes y nadie nos había preparado para gestionar todo lo que conllevaba. A muchos se nos hizo bola».
De esa supuesta democratización de la fama habla Liliana Arroyo, doctora en Sociología y especialista en innovación social digital. Supuesta porque, como apunta, esa atención es ficticia. «Está regulada por algoritmos y no todos los like valen lo mismo. Además, los contenidos extremos aquí tienen premio», añade la autora de Tú no eres tu selfi (Ed. Milenio). «El algoritmo detecta que llaman más la atención porque son arriesgados y distintos y empiezan a promocionarse más para que lleguen a más usuarios. Es un poco perverso. Las plataformas son un mecanismo de chantaje emocional brutal. Te dan muchas herramientas para buscar esa adrenalina constantemente. El scroll down es una trampa, un casino de bolsillo. Se convierte en un bufé libre en el que, aunque te empaches, sigues queriendo más», abunda.
<<Las plataformas son una herramienta de chantaje emocional brutal. Un casino de bolsillo, un bufé libre en el que siempre quieres más.>> LILIANA ARROYO.
La fama se ha convertido en la (nueva) droga del siglo XXI. Y, como en cualquier otra adicción, lidiar con ella a veces es imposible. Eso lo sabe bien Carlos Alvarado, psicólogo del Instituto de Formación, Tratamiento en Terapia Familiar Sistémica y Adicciones (ITAD). A su juicio, si bien todo ser humano tiene afán por descubrir sus propios límites, esta conducta ahora es más palpable que nunca. A una percepción del reconocimiento «idealizada y fantasiosa» se suman las redes sociales como escaparate.
«Aquí se unen la necesidad de vivencias, la adrenalina y la búsqueda de reconocimiento social», afirma este especialista. El circuito de la recompensa, ese mecanismo por el cual tendemos siempre a repetir aquello que nos gusta, hace el resto.
«Las redes sociales nos permiten canalizar varios de los anhelos que siempre hemos tenido los humanos: formar parte de un grupo, sentirnos aceptados y que nos presten atención», apunta la ex youtuber Inés. «Para mí, todos estos anhelos son legítimos y nos ayudan a sobrevivir, pero las redes los están intensificando. En lugar de querer formar parte de un grupo, creamos nuestra propia comunidad de seguidores y nos ponemos en el centro. En lugar de querer sentirnos aceptados, nos comportamos como si tuviéramos la verdad absoluta y todo el mundo tuviera que aceptarla. Y en lugar de simplemente querer llamar la atención de vez en cuando, necesitamos hacernos notar todo el rato».
De la biografía de Eróstrato, algo así como el primer anti influencer de la Historia, hay constancia en las obras de Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Jean-Paul Sartre y Antón Chéjov. La doctora Arroyo insiste en que los detonantes que empujan a cada usuario a actuar como el pirómano griego pueden ser muy distintos, obedeciendo, en ocasiones, a trayectorias vitales con ciertas necesidades no cubiertas.
«Incluso para chicas y chicos hay unas diferencias de género brutales, siendo las motivaciones de ellos mucho más adrenalínicas. Les juzgamos muy rápido. Confundidos el contenido con la persona. Pero, si quisiéramos entender un poco de dónde viene todo, a veces veríamos un SOS».
Esa petición de socorro no siempre es escuchada. Es más, a menudo acaba por hacer las carencias de quien la emite aun más profundas, debido a la generación de unas expectativas que nunca se ven lo suficientemente satisfechas.
Nada nuevo desde los tiempos de la Grecia clásica. Hablamos de la querencia innata del ser humano por ser querido y admirado. Por ser recordado. Basta con echar la vista atrás no hasta los tiempos de las togas, sino de los primeros realities en televisión.
«Estos casos creo que no se conectan tanto con una necesidad vital, como puede ser el hecho de que la gente te identifique por lo que eres y por lo que haces, como con el deseo de fama», matiza Arroyo, que en su libro explora estos y otros resortes de nuestra personalidad. «Todos tenemos un ego que nos conecta con unas ganas de dejar huella en el mundo, por eso a los 14 años pintamos grafitis en la puerta del lavabo, pero sí conecta con el deseo de dejar una impronta de tu paso por la vida. Además, añadiría que a esta vertiente pública se añaden también anhelos económicos».
<< Las redes nos permiten canalizar varios de los anhelos humanos: formar parte de un grupo, sentirnos aceptados y que nos presten atención.>> ‘INESMELLAMAN’.
El psicólogo Alvarado destaca que a través de la imagen que proyectaban esos programas, todo se magnificaba. Pero después… «Luego llegaron las redes, que permiten que aquellos que anhelaban y deseaban la fama, pudieran acceder también a ella», subraya. «Asistimos a una cultura del exhibicionismo y quienes la presencian acaban por normalizarla o, incluso, reclamarla».
Escalar una antena que incluso vista desde abajo produce vértigo también tiene que ver con la sociedad de la prisa en la que se enmarca dicho reto. David Haro, educador social, reflexiona sobre la necesidad imperante de generar contenido de manera continua que sienten los eróstratos actuales dentro y fuera de las redes. Y de generarlo cada vez más rápido.
«La velocidad se ha multiplicado. Y eso pasa en todas las dimensiones de nuestra vida», asegura. «Consumimos libros, películas, series, noticias y hasta relaciones a todas horas y a toda velocidad. Como si por no hacerlo nos fuéramos a quedar atrás».
Del argumentario de este educador social es posible extraer otra conclusión no menos desasosegante: la de que esa necesidad de amplificar y generar material constantemente puede provocar que, al final, se popularice un tipo de contenido que no merece ser (re)conocido. El equivalente en el siglo XXI a prender fuego a un lugar sagrado porque sí.
«Ocurre lo mismo que con determinados bulos. Cuando intentas minimizarlos, ya llevan tiempo circulando», concluye. «El ruido, al final, también son algoritmos».
-¿Por qué lo haces? -le pregunta al día siguiente Sam a Chester.
-Para sentirme vivo.
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